Cultura

Leonardo Favio, el arte de unir excelencia y popularidad

El cine argentino bien podría dividirse en dos eras: antes y después de su obra. Sus películas tienen el vuelo de la poesía y el corazón del pueblo.

Leonardo Favio comenzó su carrera como actor, descubierto por Leopoldo Torre Nilsson, para protagonizar El secuestrador, de 1958, en la que actuaría con quien sería su esposa, María Vaner.

Ganarse su amor fue un camino largo y escarpado. Él venía de un suburbio pobre de Luján de Cuyo, del abandono, de un orfanato, de la delincuencia precoz y castigada. Ella, de una familia de actores –sus padres eran María Luisa Robledo y Pedro Aleandro– y, al igual que su hermana, Norma Aleandro, había tenido una niñez de libros y todo tipo de motivaciones, una gran avidez por crecer intelectualmente. No alcanzaron sus lucimientos actorales en Fin de fiesta, La mano en la trampa, La terraza, Dar la cara, Los venerables todos, Paula cautiva, ni los elogios de los directores Fernando Ayala, Daniel Tinayre, José Martínez Suárez y René Mugica, entre otros. Para seducirla decidió dar el gran salto: convertirse en director de cine.

En 1960 dirigió el cortometraje Los ­amigos, que cuenta la historia de dos niños, un lustrabotas que trabaja en una kermés y un niño que solo cono­ce de la vida sus comodidades. Sin embargo, logra­rán anudar una complicidad porque jun­tos han ­descubierto el sentido de esa frase de Víctor Hugo con la que Favio cierra la película: “Un hada está escondida en todo lo que ves”. Esa primera exploración en el mundo de la niñez fue el sustrato de la primera gran película que Favio depararía al cine nacional, Crónica de un niño solo, que obtuvo el premio de la crítica a la mejor película del VII Festival Internacional de Mar del Plata. El filme da inicio a una trilogía que se completa con El romance del Aniceto y la Francisca y El dependiente, que lo coloca en un lugar de gran consideración en el cine y preludia lo que sería su camino como cantante con gran proyección continental.

Apropiándose de las enseñanzas del neorrealismo, de Bresson, de Buñuel y de su maestro Torre Nilsson, Favio utiliza en sus primeras obras un lenguaje depurado, conciso y asombrosamente expresivo para retratar la vida de personajes anónimos: un niño delincuente, un apostador de riñas de gallos, un empleado de una ferretería de pueblo.

El 24 de mayo de 1973 se estrenó Juan Moreira, la historia de un gaucho que se ­convierte en rebelde por las humillaciones infligidas por el poder. El elenco estuvo encabezado por Rodolfo Bebán y Elcira Olivera Garcés. Juan José Camero había participado en el elenco, en un papel menor que consistía en representar a un gaucho crucificado por la policía. El día de la escena de la crucifixión se largó un diluvio que duró todo el día.

Favio, de todas maneras, decidió filmar, de resultas de lo cual Camero ­contrajo una pulmonía. A la función de estreno de la película el actor concurrió acompañado por familiares y amigos, ­orgulloso de haber participado, siquiera mínimamente, en una obra de Leonardo Favio. Pero la escena no apareció, el director la había considerado inconveniente. A los pocos días, repuesto de la vergüenza y la indignación, Juan José Camero fue a la ­oficina de Favio a enrostrarle el bochorno que lo había hecho atravesar. Este solo atinó a contestarle con una carcajada. Y una ­promesa: él sería el protagonista de su ­próxima película. Y así fue: dos años después, Camero recibió el papel principal en Nazareno Cruz y el lobo, la película más exitosa de Favio, y una de las más vistas del cine argentino.

Luego vendría su obra preferida, Soñar, soñar, en la que juntó a Carlos Monzón y ­Gian Franco Pagliaro. Una película que no fue acompañada por el público y que la crítica vio con recelo. Por 17 años no volvió a filmar, hasta que se levantó de la lona como un ­boxeador para tomar revancha y filmó, precisamente, Gatica, para reivindicar una vez más lo popular, lo marginal, lo condenado: “Siempre dije que el único autorizado para legalizar una cultura es el pueblo”. Ese pueblo que ­estaría tan presente en Perón: sinfonía de un ­sentimiento, película que realizó en 1999, con el asesoramiento del historiador ­Norberto Galasso.

Su última obra maestra, que dirigió cuatro años antes de su muerte, es Aniceto, la segunda versión de uno de sus clásicos, pero contada a partir del ballet y la música. Su legado artístico seguirá alimentando el imaginario de las ­futuras generaciones de cineastas, que podrán abrevar en él el prodigio de la poesía cuando se hace carne en el pueblo.

Noticias Relacionadas