CULTURA

Marie Curie, una científica irrepetible

La física y química polaca fue una de las científicas más premiadas de todos los tiempos. Su historia es poco conocida y está llena de asombrosos detalles.

Brillante, hipnótica e inquietante, Marie Curie se convirtió en la mujer más increíble de su época. Hablaba en un dialecto desconcertante para una mujer de su alcurnia. Todo era parte de una atracción misteriosa. Esta dama llegó mucho más lejos que cualquiera: por sus investigaciones sobre la radioactividad y su descubrimiento del radio, obtuvo dos Premios Nobel en distintas especialidades.

Con una inteligencia y sensibilidad inusuales, desde niña vivió en carne propia los dolorosos sucesos que ocurrían en su patria ocupada, repartida como una porción de torta entre Rusia, Alemania y el Imperio Astrohúngaro. Ella apenas conocía la vida cuando su padre ya la preparaba para ser una sobreviviente. En la multitud de pequeñas incertidumbres, melancolías y euforias que la atravesaron durante su infancia, le gustaba repetirse a sí misma que había que perseverar y tener confianza en uno mismo.

Una vez terminados sus estudios secundarios, ingresó junto a su hermana Bronislawa en la modesta Universidad Latajacy, una de las poquísimas instituciones de educación superior en la que se admitían mujeres. Por entonces, soñaba con ser útil a su patria y contemplaba a la ciencia como un ideal inexorable; pensaba marcharse al extranjero y, en aquel tiempo, Francia le pareció la más decidida defensora de la causa polaca en el campo de las relaciones internacionales. Pero, aun así, las dificultades estructurales (económicas y patriarcales) representaban para ella un obstáculo poderoso.

En 1891, se despidió de su padre y, con un pasaje de tercera clase, emprendió por ferrocarril el anhelado viaje a París, donde cambiaría su nombre de María Salomea por Marie. Ese mismo año, se matriculó en el curso de Ciencias de la Universidad parisina de la Sorbona. Al principio, compensaba su timidez con la ayuda de una compañera de estudios que no tardó en abandonarlos, dejando a Marie como única mujer alumna de los cursos que impartían por entonces profesores de enorme prestigio académico. Tres años después, no solo obtuvo su Licenciatura en Física, sino que también comenzó a trabajar en el laboratorio del señor Lipmann.

Fue en la primavera de 1894, y en el domicilio de un físico polaco residente en París, cuando Marie fue presentada a un invitado que había alcanzado cierta fama. Era un profesor y notable investigador, un hombre de unos 35 años, distinguido y descuidado a la vez: Pedro Curie. De carácter serio y sentimental, el señor Curie se enamoró inmediatamente de la joven polaca y pronto, venciendo su natural timidez, le pidió matrimonio.

Ella trabajaba en un modesto laboratorio improvisado en un barracón destartalado. Para los gastos de las operaciones, los esposos tuvieron que aportar su propio dinero, hasta conseguir algunas subvenciones y aportes externos. Pasaban el día mezclando, sedimentando, trasvasando líquidos, removiendo durante horas la materia en ebullición. Era una tarea asfixiante, pero la hacían con el convencimiento de quienes estaban frente a algo tan cierto como indescifrable.

En el ánimo de Marie resonaría una antigua determinación de su padre: “Suceda lo que suceda, aunque uno deba ser como cuerpo sin alma, habrá que seguir trabajando”, le había dicho. El resto es historia conocida.

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