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Alejandro Romay, el zar de la televisión argentina

Fue uno de los personajes más polémicos de los medios de nuestro país, audaz, deslenguado, creador de programas que pasaron a la historia.

Al mismo tiempo era capaz de poner la plata para que Leonardo Favio rodara Juan Moreyra, abocarse a una superproducción teatral como Hair, o idear programas que arrasaban con el rating en el canal de televisión que dirigía. Se encerraba en su alfombrado despacho en Canal 9, entre televisores encendidos pero sin sonido, premios y una cítara que le había regalado el embajador de la India. Allí, con una lapicera y un bloc de hojas, diagramaba los proyectos que luego ocuparían la atención de todos los medios de prensa.

Era un empresario que se movía en el más alto nivel de la televisión argentina que, cuando buscaba un momento de reposo, se refugiaba en su lujosa quinta de San Justo. Era un capricorniano que nació en San Miguel de Tucumán el 20 de enero de 1927. Entró por primera vez a un estudio de radio a los 13 años, para oficiar como locutor en una radio local, y a los 18 años ya era director de Radio Aconquija.

Egresó de la Universidad de Tucumán como físico químico especializado en sacarotecnia y alcoholitecnia, ramas relacionadas con la industria azucarera. Sacaba fotos en los casamientos y cumpleaños hasta que alguien le dijo que tenía buena voz para hacer radio. Pero para consumar su visión del éxito necesitaba viajar a Buenos Aires. Logró convertirse en el locutor exclusivo de Molinos Río de la Plata en radio El Mundo y fue entonces que “un grupo de empresarios fundaron La Malagueña, firma aceitera a la que me incorporé como gerente de Ventas y Publicidad alrededor de 1949”.

Se enorgullecía de haber dado un gran empuje a la música ciudadana mediante la creación de Grandes valores del tango, programa originariamente creado por Alejandro Romay para la radio, y tuvo a Hugo del Carril como su primer conductor. Pero a los pocos años decidió trasladarlo a la pantalla, volviéndose un clásico insoslayable con Silvio Soldán como maestro de ceremonia. Casi simultáneamente, pergeñó otros programas que lo volverían un líder en la televisión de nuestro país: Almorzando con Mirtha Legrand, Sábados de la bondad, Titanes en el ring, Cuatro hombres para Eva, Música en Libertad, Alta comedia y Domingos para la juventud. Estaba en los detalles de cada uno de los programas, desde la línea argumental hasta los elencos.

Se jactaba de haber descubierto a dos niños prodigio –Dany Martin y Hugo Marcel–, transformar a Roberto Rufino en cantor de boleros, y popularizar en los medios a las orquestas típicas de Héctor Varela o Leopoldo Federico. Fue el descubridor del prime time, poniendo el acento en los programas de las 21. Puso al aire una enorme cantidad de teleteatros, que prefería cortos para “adelantarse al cansancio del público”. Hizo que su canal fuera el que tenía menos tiempo de avisos publicitarios “en defensa del anunciante y para revalorizar el anuncio”, haciendo que su criterio se transmitiera al resto de los canales.

También conoció los zarpazos de la intolerancia. En 1973, una bomba estalló en su teatro El Argentino, en los días previos al estreno de Jesucristo Superstar, y durante la última dictadura fue incendiado su sala El Nacional, cuando se estaba montando la revista Sexcitante.

Más allá de los límites

Romay iba más allá de los límites mediáticos y produjo una gran cantidad de espectáculos teatrales, entre otros el muy exitoso El violinista en el tejado, en la versión de Raúl Rossi, con canciones escritas por César Tiempo, que alcanzó casi las mil representaciones, y El precio, de Arthur Miller, que tuvo en nuestro país más espectadores que en Nueva York.

Con la comedia musical Hair –que tenía en su elenco, entre otros, a Horacio Fontova, Valeria Lynch y Rubén Rada– recorrió toda Latinoamérica, Europa y parte de Asia.

En la década del 90, se reinsertó en el espectro radial creando Radio Libertad, y como su instinto lo llevaba allí donde oliera negocios, creó en Miami el canal 41, dedicado al público hispanoparlante, y construyó en España el teatro Nuevo Alcalá de Madrid. Murió a los 88 años, abismado en la soledad del Alzheimer.

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