cultura
Astor Piazzolla, historia verdadera de un desencuentro
Al principio se lo acusó de traidor de la música ciudadana, luego se convirtió en símbolo de las vanguardias artísticas y ganó reconocimiento mundial.
Astor Pantaleón Piazzolla hizo un camino artístico que parece trazado por un guionista alucinado: comenzó haciendo música acompañando en Nueva York a Carlos Gardel, fue integrante y arreglador de la orquesta de Aníbal Troilo, hizo joyas musicales veneradas en el mundo entero, y terminó convirtiéndose en referencia de todos los músicos argentinos que se atrevieron intentar caminos nuevos, como Charly García y Luis Alberto Spinetta.
Como lo suyo era difícil de bailar, los tradicionalistas a tiempo completo decían que lo suyo no era tango. El quiebre definitivo se produjo en 1955, cuando grabó en Francia, con las cuerdas del teatro Ópera de París y el piano de Lalo Schifrin, un disco integrado enteramente por creaciones suyas. Bajo la advocación de George Gershwin, un músico que genialmente había logrado el entrecruzamiento entre la música clásica y el jazz.
Más que convocar a los pies en las pistas de baile, era música que atizaba la imaginación. Composiciones con arreglos sutiles y variaciones endemoniadas, descritas así por el propio Piazzolla: “Entraba a dejar de lado el ritmo clásico, a olvidarme de los bailarines, a tocar para que la gente escuchara”. Fue por esos años que compuso Buenos Aires, tres movimientos sinfónicos, una obra por la que el gobierno francés lo becó para estudiar en París. La compositora que había sido la primera mujer en dirigir a la Royal Philarmonic Society de Londres fue quien lo convenció de que siguiera el difícil camino que se había propuesto.
En 1959, compuso de una de sus obras mayores. Estaba de gira en Centroamérica, junto a los bailarines Juan Carlos Copes y María Nieves. Antes de una actuación en Puerto Rico, recibió la noticia de que su padre, Vicente Piazzolla —apodado Nonino—, había muerto en un accidente de bicicleta en su ciudad natal, Mar del Plata. Astor pidió que lo dejaran solo, fueron varias horas de silencio absoluto. Luego se empezaron a escuchar las primeras notas, lentas y tristísimas, de una de las más bellas melodías de la música popular de nuestro país.
Cuando apareció en escena Astor Piazzolla, el tango ya no era una música masiva, había perdido terreno en la consideración de las nuevas generaciones, ya estaba en retirada. Era una música que, al alcanzar el éxito, quiso acuñarlo en una fórmula que se fue repitiendo a lo largo de los años. Como toda repetición, con el tiempo termina cansando.
Piazzolla se llenó los pulmones con el nuevo aire de su época, y lo tradujo con su bandoneón. En la contratapa de su disco editado en 1962, escribió: “No me creo dueño de la verdad. Lo que en realidad trato es de interpretar la lógica evolución del tiempo palpando las emociones de la hora actual”.
En 1967, Astor Piazzolla le propuso a Horacio Ferrer que trabajaran juntos: “Mi música es igual a tus versos”. A los dos años, el poeta uruguayo se apareció en la casa de Piazzolla, con un verso que venía dándole vueltas en la cabeza: “Yo sé que estoy piantao”. Piazzolla pensó que debía llevar una música valseada, Ferrer quiso que tuviera un recitado al comienzo y otro por la mitad. Y así, con ideas de uno y de otro, nacería la inmortal
Balada para un loco, una canción que más tarde tuvo versiones en muchos idiomas y géneros musicales.
La percusión del arco sobre el violín, o de los dedos sobre la botonera del bandoneón, parecían marcar los latidos bruscos de la Buenos Aires de los años 60, de una ciudad que había crecido geométricamente, caótica y cosmopolita. Y fue así como Piazzolla terminó convirtiéndose en un Gershwin porteño, desplegando una obra poderosa y clara.
Astor Piazzolla no se desembarazó del tango, lo fecundó. Estuvo en permanente tensión con el pasado, pero no llegó a la ruptura, sino que enriqueció la tradición. Corrió los límites, ensanchó el territorio de la música. Confirmó que en el arte —como en la vida— el cambio nunca se detiene.