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Enrique “Mono” Villegas, un gran músico que pasó su infancia en La Plata

Reconocido como uno de los mejores pianistas del mundo, nació en la misma manzana que Aníbal Troilo y Adolfo Ábalos. Como ellos, se volvió un ícono de la música popular.

Empezó a hacer música en 1922, cuando tenía 9 años. Frente a su casa había un conservatorio, el Instituto Musical Giussepe Verdi, donde aprendió música clásica. En esa época, cuando entró al Colegio Nacional Buenos Aires, las obligaciones escolares eran una luz desvalida, un poco muerta, que detestaba profundamente. Por eso se enorgullecía de hacerse la rabona o, directamente, quedarse dormido en clase. Pero aquellas escapadas no eran inocentes, en el conservatorio del padre de René Cóspito había descubierto el género del que se convertiría en uno de los mayores exponentes nacionales: el jazz.

En cuarto año del Nacional, demostró que no estaba hecho para ser rebaño, faltó tantas veces por ir al conservatorio que se quedó libre y lo echaron. Su familia se enardeció, pero Enrique estaba agradecido a la desgracia y les explicó: “No quiero estudiar porque si estudio voy a ser como la mayoría de los estúpidos que conozco, que les llaman hombres de provecho, abogados, médicos, arquitectos, ingenieros, chorros. Yo quiero ser otra cosa, quiero ser pianista”.

Fue hijo único, su madre murió cuando él tenía seis meses y su padre lo dejó en manos de una tía. Un par de años después, su padre regresó y, cuando se casó por segunda vez, lo llevó a vivir con él y su mujer a la ciudad de La Plata. Su madrastra también murió repentinamente. “Cuando a uno se le muere la primera es viudo, la segunda ya es madrigado; al que se le mueren tres todavía no lo sé”, decía el Mono, quien se jactaba de haber hecho la misma vida desde que tuvo uso de razón y volcarla en un diario íntimo, que empezó a escribir en su primera juventud.

Enrique Villegas incursionó en la música clásica, folclórica y en el tango. Sin embargo, sus raíces estaban en el jazz con influencias de artistas como Art Tatum, Duke Ellington, Louis Armstrong, Thelonious Monk y Bill Evans. El historiador y periodista platense Sergio Pujol afirmó que en el estilo Villegas de ese entonces ya se notaba el tránsito hacia una cosa más moderna, con un decir más disonante; el relato propio implícito en la selección de sus temas sostenía la idea de una evolución en el jazz. No obstante, toda la música del mundo le venía bien. Incluso tenía su propia dogmática, mezcla de obstinación y zoncera humorística, según la cual cuando quería tocar jazz imitaba a los negros americanos; cuando quería tocar cubano, a los negros cubanos y cuando quería tocar tango imitaba a los uruguayos.

En mayo de 1955, Villegas partió hacia los Estados Unidos como la gran promesa del jazz argentino. Lo hizo por dos razones: para grabar y porque presentía que Perón iba a estar por el resto de su vida como presidente. Sin embargo, el Mono había arribado a Nueva York para tutearse con el jazz, no para pedir permiso. El estereotipo del buen latinoamericano estaba en su apogeo y si algún sudamericano pretendía tener alguna mínima chance de seguir el brillante camino del éxito tenía que adecuarse a ese cruel estereotipo. No le pidieron que se vistiera de gaucho, pero cuando murió Ernesto Lecuona, el más emblemático compositor de la música cubana, la Columbia tenía tres pianistas: Eroll Garner, Dave Brubek y el Mono. Solo a él le pidieron que grabara un long play sobre la música de Lecuona, pero no hubo caso. Villegas les advirtió que no era un títere y que solo había llegado para tocar jazz. La compañía lo echó y lo puso en una lista negra: durante diez años no pudo volver a tocar en Estados Unidos. Cuando le preguntaron si había sido un fracaso su incursión en Nueva York, respondió: “Para mí es lo mismo, porque he tocado con los mejores músicos del mundo y con los peores, pero siempre he tocado como yo quería”.

Su única razón de existir

Se levantaba a las 3 de la tarde y tomaba un desayuno americano. Se acostaba a las 3 de la mañana y leía en la cama hasta las 6. Decía que Horacio Salgán era el artista argentino más puro. “Totalmente indestructible en su línea”, afirmaba. Reconocía que Los Beatles tenían un gran talento. Una vez le preguntaron oiror qué no escribía sus obras y contestó: “Si ya está escrita toda la obra de Schumann y nadie la toca, ¿para qué voy a escribir la mía?”.

Se consideraba una persona popular, pero no por tocar el piano, sino por su feroz personalidad. Para él la música era su única razón de existir. Alguna vez, la periodista Mona Moncalvillo le preguntó que nos iba a quedar suyo el día de su muerte: “No sé, a mí por lo pronto se me va a aclarar el gran misterio de la muerte. Y dejo, afortunadamente, algunos longplay. Si son pocos, ¿qué culpa tengo?”. Tenía una gran curiosidad por la muerte, la que encontró el 11 de julio de 1986, a los 73 años.

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