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La guerra mundial desatada con una falsa excusa

La llamada Guerra del Golfo fue una operación destinada a asegurar la hegemonía norteamericana en Medio Oriente y fue transmitida como un espectáculo televisivo.

En agosto de 1990, un contingente de tropas iraquíes atravesó la frontera entre su país y el emirato de Kuwait. Así se daba comienzo a una aventura militar que habría de modificar la perspectiva geopolítica del planeta entero, sobre todo, por convertirse en el primer gran conflicto internacional tras el final de la Guerra Fría. El desarrollo de la Guerra del Golfo suscitó numerosos interrogantes a propósito del futuro de la región; sus raíces, por otra parte, se hundían en el pasado, hasta llegar a los tiempos del imperio otomano, que había dejado como herencia a sus antiguas colonias un legado de inestabilidad acentuado por la ineptitud de sus administradores europeos, quienes se encargaron de desmembrarlo para siempre.

Afirman los historiadores que este conflicto pasará a la historia por ser el primero en que ambos contendientes –especialmente los norteamericanos– concedieron una importancia fundamental a los medios de comunicación. Los militares estadounidenses no querían un nuevo Vietnam, con imágenes emitidas por televisión a la hora de la cena de cadáveres de soldados en sacos de plástico. La única forma de evitar que la opinión pública se sensibilizara con lo que ocurría en los campos de batalla era controlar escrupulosamente la información. Nunca antes la frontera que separaba la realidad del espectáculo se había desdibujado en semejante dimensión.

Más allá de que el gobierno kuwaití nunca fue un ejemplo desde el punto de vista democrático, lo cierto es que Saddam Hussein invadió el país y aquel acto de agresión sirvió para dejar buena parte de las reservas mundiales de petróleo en manos de un dictador inestable y feroz. La comunidad internacional –corrompida desde su génesis– coincidió en que había que hacer algo para detenerlo, de modo que la estrategia elegida ante la opinión pública cobró una importancia trascendental. En ese marco, si los generales conseguían que las víctimas no aparecieran por televisión, en cierto sentido sería como si no existiesen.

Las entrevistas con los soldados en el desier­to revelaron que ellos, como los demás, dependían casi totalmente de los medios de comunicación para conocer supuestamente lo que estaba ocurriendo. El dominio de la imagen sobre la realidad fue percibido por el mundo entero. Esta primitiva versión del impacto televisivo, sin embargo, era solo la punta del iceberg de algo de mayor envergadura. La primera voz de alarma la dio Pierre Sprey, antiguo asesor del Pentágono, cuando testificó ante el Congreso norteamericano: “La versión Nintendo que hemos ofrecido de esta guerra en la televisión es completamente falsa”.

Durante los prolegómenos de la campaña militar en el Golfo de Pérsico, George Bush padre afirmó, haciendo gala de la retórica patriotera, que Saddam Hussein era “peor que Hitler”. El veterano presidente entendía mejor que nadie que, en la sociedad de la información, las metáforas eran capaces de matar. De hecho, las intervenciones norteamericanas desde la guerra del Golfo comenzaron a ventilarse en buena parte basándose en metáforas. El secretario de Estado, James Baker, consideraba –por ejemplo– que Hussein “amenazaba el sustento económico de Estados Unidos” al poner su garra sobre el grifo petrolero y los petrodólares. Sin embargo, Saddam Husseim no había sido siempre el diablo. El gobierno de Estados Unidos lo consideraba “bueno” cuando empleaba armas químicas contra los kurdos e iraníes rebeldes. Pero cuando los intereses geopolíticos de los Estados Unidos cambiaron, el dictador iraquí se convirtió en Satán Hussein.

Durante los diez años anteriores, la administración estadounidense había apoyado incondicionalmente el régimen de Irak. El expresidente Bush justificó el brusco frenazo que impuso a sus fuerzas, cuando Bagdad estaba al alcance de la mano, afirmando que Saddam Hussein se habría convertido en un mártir si las fuerzas multinacionales encabezadas por su país lo hubieran capturado. En ese sentido, la guerra del Golfo supuso un avance en el arte de la manipulación: todas las culpabilidades se cargaron hacia la misma dirección, creando artificialmente al villano.

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