Cultura
Leopoldo Brizuela, un detective en la Biblioteca Nacional
Este gran novelista nacido en nuestra ciudad se encargó de recolectar un valioso material dejado por escritores, que se hubiera perdido en el olvido sin su tarea de búsqueda y preservación.
Manuscritos, cuadernos de notas, cartas, libretas de direcciones, billetes de viaje, recortes con una firma al pie. ¿Para qué guarda todo eso un escritor? “Excentricidad”, “Manía”, “Puro narcisismo”, dirían algunos. “¡Ya está juntando material para sus biógrafos! ¡Ya está imaginando un museo de sí mismo!”. El escritor de nuestra ciudad, Leopoldo Brizuela sabía por experiencia propia que eso es un prejuicio, que la respuesta es otra.
En los últimos años de su vida, Brizuela tuvo la tarea de juntar todos los materiales dejados por escritores y escritoras notables: papeles acumulados que son pruebas de un camino abierto, de vínculos labrados con colegas y lectores. Lo hizo para que quedaran guardados en la Biblioteca Nacional y pudieran ser consultados por investigadores o simples curiosos.
Leopoldo Brizuela fue el encargado del rastreo de todo archivo de escritor que fuera urgente salvar y preservar del olvido. Desde antes mismo de comenzar el trabajo, sintió que este oficio de “rastreador” era una de las misiones más apasionantes que podía imaginar. En un altillo de San Telmo había visto los cuadernos cuadriculados en los que Borges tomaba apuntes para sus ensayos; en un departamento de Barrio Parque, Elvira Orphée le había dejado leer las cartas de amor de Italo Calvino; en una baulera de Barrio Norte, Niní Marshall le había abierto los álbumes escritos y dibujados por sus “personajes”, cada uno con una letra diferente y un estilo literario distinto.
Leopoldo se preguntó: ¿Podríamos hacer que todo esto quedara a disposición de la gente?. Los logros que obtuvo fueron la mejor respuesta y están allí, al alcance de todos, en esa gran memoria colectiva que es la Biblioteca Nacional.
Un país invisible
El trabajo de Brizuela tenía mucho de detectivesco: una frase dicha al pasar, un nombre en una carta antigua o una anotación simple en una agenda lo llevaban a lugares inesperados. Así llegó a los archivos de Francisco López Merino. El gran poeta de nuestra ciudad se suicidó en 1928 a los 24 años y su legado, guardado durante casi un siglo, permitió iluminar una época no explorada en la vida de su gran amigo Jorge Luis Borges. El compañero de 50 años de Abelardo Arias (1908-1991) le abrió el archivo personal del escritor, y, sobre todo, testimonios de la mítica editorial Tirso, una de las primeras editoriales de tema homosexual de Latinoamérica y el mundo. Los nietos de Ulyses Petit de Murat guardaban joyas de una trayectoria increíblemente variada y rica: cuadernos de recortes de su época de poeta martinfierrista, testimonios de sus colaboraciones con Borges, un vasto epistolario del exilio y originales de su célebres guiones para cine, entre ellos El santo de la espada, reescrito seis veces por presiones de la censura.
Enterados de la tarea llevada adelante por Brizuela, fueron los propios herederos quienes se acercaron a proponerle cosas. El hijo de una amiga de María Elena Walsh le hizo llegar un libreto de Doña Disparate y Bambuco, con anotaciones y correcciones de la propia autora y hasta una canción inédita. Y así fue juntando archivos mayores y donaciones aisladas que, mucho tiempo después, dialogan, se intercomunican, como si fueran pasadizos secretos de una ciudad o como si un país hasta ahora invisible surgiera debajo de este país en que vivimos: el de la memoria argentina.