Cultura

Patricia Esteban Erlés, el oficio de soñar

Es una de las prosistas más brillantes de la literatura española actual, glamorosa y de entrecasa, capaz de ver la poesía en los hilos que se entrecruzan en la infinita trama de lo cotidiano.

Ella puede contar, como si hubiera estado allí, cuando Alain Delon abandonó con un ramo de rosas a Romy Schneider, quien supo perder su dignidad de emperatriz; o puede hablar sobre la lenta caricia de esos gélidos ojos azules y demasiado grandes de Bette Davis, como si hubiera sido mirada por ellos, o sobre la doble hilera de pestañas que convirtió los ojos de Liz Taylor en lagos violetas.

Patricia Esteban Erlés es una cuentista y novelista española, cuya esplendidez verbal luce incluso en Facebook, donde despliega ­historias con una tensión narrativa y un sortilegio verbal inusuales. La autora de Casa de muñecas y ­Manderley en venta, entre otras obras, de muy chica descubrió que en los libros hay una libertad secreta que solo quien es lector puede sospechar, y eso la animó a dar el salto para escribir sobre los agujeros de su alma, pero también sobre las casas que ­cuentan su historia con solo mirarlas, o el recuerdo de un caballo imaginario que iba a buscarla al colegio y la esperaba en el patio. Hay mucho de la infancia en su texto, del sentimiento de esa niña que logró sobrevivir rodeada de insectos con corbata que miden el tiempo en los relojes. Sabe que cada palabra contiene en sí misma una historia y que se escribe para descifrar su diáfano misterio, y caer al abismo persiguiendo un perfume furtivo o el brillo de una voz.

No quiere una aristocracia de lectores, sino que todos lean. Leer como poseídos hasta que las historias sean la piel que nos cubra del frío, de las lluvias. Leer en medio de la multitud, o incurablemente solos en nuestro cuarto cuando la noche impone al cielo su servidumbre de estrellas. Sabiendo que amar el mismo libro nos vuelve misteriosamente compatriotas de un territorio que no existe. Todavía.

Sabe todo de Marilyn, como si fuera la amiga íntima con la que no dio ningún biógrafo: sabe que cuando despertaba era aún más bella que en la fiesta de la noche anterior; de la cicatriz que le atravesaba el vientre recordándole su vacío infinito a la mujer más ­deseada del planeta. Quizá hubo un espacio para un tiempo que hizo saltar por los aires todas las coordenadas, y juntas leyeron un poema de Pound o un fragmento de Tolstoi. Lo sabe todo sobre Marilyn, porque quizá ella también fue, la rubia menos tonta de ­Hollywood, la que mejor sabía escribir, ­aquella que no pudo ser aplastada por la maquinaria implacable, la que en aquella fatal noche en que marcó un número del otro lado la atendieron. Esta vez sí. Era un lector, que solo le dijo: “Gracias”.

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