CULTURA

Rudolf Nureyev, una leyenda del ballet

Era un bailarín tocado por la gracia, que huyó de la Unión Soviética y se abrió un fabuloso camino que atravesó el mundo entero.

La tarde del 17 de junio de 1961, Rudolf Nureyev estaba en el Aeropuerto de París, a punto de iniciar los trámites de preembarque para su regreso a Moscú. Sus acompañantes lo habían notado inusualmente callado y hundido en un extraño ensimismamiento. Tenía 23 años, pómulos altos y crueles, y largos cabellos rubios desordenados. De pronto, lo perdieron de vista. Lo buscaron en vano por todas partes. Mucho después supieron la noticia: Nureyev había pedido asilo político.

Había nacido el 17 de marzo de 1938, en Irkust, al este de los montes Urales, perteneciente a la entonces Unión Soviética. Su padre era un comisario del Ejército Rojo. Estudió baile en la Escuela Vagánoba de Ballet, al cabo de dos años se convirtió en uno de los bailarines más sobresalientes del ballet soviético. Su primer viaje internacional fue a Viena, donde participó en el Festival Internacional de la Juventud. En 1961, el principal bailarín del Kirov sufrió un accidente y Nureyev fue elegido para reemplazarlo en París. Allí comenzó su nueva vida.

Vivía en un piso en Londres, donde se había convertido instantáneamente en una celebridad. Decía que Londres era la única ciudad en la que no se reían de su peinado “a la licuadora”. Antes de los estrenos caía en un estado hipnótico en el que no reconocía a nadie. Ensayaba sobre el escenario, paso a paso, todo el programa hasta quedar agotado. Era la figura principal del Royal Ballet londinense. La prensa lo consideraba el sucesor de Nijinsky.

Ninette de Valois era una bailarina irlandesa que estuvo de gira por la Unión Soviética antes de que Rudolf Nureyev naciera. Cuando lo conoció personalmente ya estaba retirada del ballet y se había convertido en empresaria. Era la fundadora y mecenas del Royal Ballet. Descubrió que ese tártaro era un diamante en bruto y se dedicó a pulirlo. Consiguió vestirlo de etiqueta para asistir a las trepidantes veladas del Covent Garden. Ella le presentó a Jeanne Moreau, la actriz que tuvo a sus pies a Pierre Cardin, Alain Delón e Ives Montand, quien lo acarició como a un “asustado animal salvaje”, pero que detestaba su frivolidad y su irresistible debilidad por el dinero y la fama.

El cine recurrió a Nureyev más de una vez. Su debut fue en 1962, en una versión de Las Sílfides. Pero el papel que más resonancia tuvo fue el que le dio Ken Russell, en 1976, cuando lo puso en la piel de Rodolfo Valentino.

En 1967 vino a Argentina a actuar en el Teatro Colón y en 1971 volvió para montar su versión integral del ballet Cascanueces. El público argentino agotaba rápidamente las entradas luego de larguísimas filas o comprándolas en reventas a precios disparatados.

La compañía del importante teatro argentino supo del rigor extremo que imponía el bailarín ruso. Era capaz de interrumpir el ensayo general cuando reparaba en que alguna bailarina “marcaba” sus partes sin subirse a las zapatillas de punta.

Nureyev se convirtió en un play boy, que solía refugiarse, cuando no estaba de gira, en una lujosa casa comprada en una villa situada frente a Montecarlo. Su guardarropa ostentaba una docena de trajes cortados por John Michael, considerado uno de los sastres más destacados de la high life europea. Coleccionaba blusas con cuello de tortuga y sacos de cuero. “Los prefiero a cualquier otra prenda”, decía. Llegaba ostentosamente a las fiestas manejando su Mercedes Benz. Se dedicó minuciosamente a fabricar su propia leyenda.

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