Cultura

Una tempestuosa relación: Juan Carlos Onetti e Idea Vilariño

Fueron dos de los mayores escritores uruguayos. En un café del centro de Montevideo, iniciaron un vínculo desolado, cruel y único que mantuvieron hasta el final de sus vidas.

Idea nace un 18 de agosto de 1920. Su padre, Leandro
Vilariño, un poeta anarquista, fue quien eligió los nombres de sus hijos: Azul, Alma, Idea, Poema y el menor, Numen.

Ella escribió desde siempre (“Desde antes de saber escribir”, según decía) poemas armados con palabras que muchas veces no entendía pero cuyo sonido le resultaba fascinante. Solía indicar: “Un poema es un franco hecho sonoro (sonidos,timbres, estructuras, ritmos), o no es”.

Vilariño perteneció a la Generación del 45 en Uruguay, un grupo de escritores, poetas y editores que realizaron una revisión crítica del pasado literario nacional; fundaron revistas y editoriales, y tradujeron a los grandes escritores europeos.

La poesía de Idea Vilariño en su Uruguay natal mereció rápidamente el reconocimiento de la crítica y de los lectores. Ella consideraba que el amor (según sus parámetros) resultó la experiencia más terrible y aniquiladora. “Gaspara Stampa, la gran poeta italiana del Renacimiento, quería vivir ardiendo sin sentir el mal. A Idea Vilariño solo le fue concebido lo primero”, dijo Juan Gelman.

“La década del 50 es fundamental para mí”, dijo en una entrevista. “Empieza la enseñanza, la militancia política y me enamoro de Onetti”.

En Construcción de la noche, la biografía de Juan Carlos Onetti escrita por María Esther Gilio y Carlos María Domínguez, el primer encuentro entre ambos es recordado así por Idea Vilariño: “Él pensaba que yo era una mujer gorda, vestida con colores fuertes y a la pesca de un hombre con quien pasar la noche. Él estaba esperando conocer a una persona bastante horrible, bastante barata. Entonces dice que se sintió sorprendido de ver a un ser delicado con una sonrisa giocondina. Y a mí me pasó lo mismo. Yo iba a ver a un tipo medio despreciable y me encontré con un tipo seductor y muy inteligente. Esa misma noche, me enamoré de él”.

A partir de aquel encuentro, empezó una correspondencia abrumadora que fue artífice de una relación literaria, hecha para la biografía. Fue un vínculo extraordinariamente difícil. Decía Vilariño: “Es el último hombre de quien debí enamorarme (...) Discutíamos, nos dejábamos de ver, pasaban meses, yo comenzaba una relación y cuando estaba en lo mejor llamaba a Onetti y se iba todo al demonio”.

Abundaban los desencuentros. Él llegaba a la casa de Idea sin aviso, a cualquier hora, cerraban las puertas y las ventanas. Se detenían los relojes. Ya no sabían si era de día o de noche. Juraban quererse, pero regresaban a la vida transformados en enemigos, o en desconocidos: “Si yo hablaba de algo sumamente delicado, él me salía con una barbaridad. Decía cosas que me hacían echarlo, imposibles de soportar”. Se peleaban y volvían a juntarse. Ella lo echaba, pero al poco tiempo regresaba. “Una noche me llamó desesperado para que fuera a verlo. Yo estaba con alguien que me amaba y lo dejé por ir a pasar una noche con él. Y recuerdo que lo único que hicimos fue ponernos de espalda, leyendo un libro él, y yo otro. A la mañana siguiente le agarré la cara y le dije: Sos un burro Onetti, sos un perro, sos un camello. Y me fui”.

En 1954 Onetti le dedicó su novela Los adioses. Tres años más tarde, ella publicó Poemas de amor y se lo dedicó a él; aunque algunos años después ella quitaría esa dedicatoria, y él, ya viejo, sentiría rabia. Él le reprochó siempre que no lo amaba de verdad, que solo lo usó para escribir “esos poemas tremendos”; ella le reprochó que nunca apareciera “ni una mujer entera” entre los personajes de sus novelas. Él se casó cuatro veces, ella una. Alguna vez él le propuso a ella que se casaran, pero la poeta no aceptó.

Vilariño sentía que en todo amor está escrito su propio final. Y si los protagonistas lo olvidan, allí estará la muerte para recordárselo. Así se lo dijo a Mario Benedetti en una entrevista publicada en el semanario Marcha, en 1971: “Creo que la actitud más lúcida, más sana, es tener presente que la vida y el amor se acaban. Ver a los otros y a uno mismo caminando a la muerte, vivir el amor a término, tal vez hagan el amor y la vida más terribles, pero también digo que los hacen más intensos y más hondos”.

Ella murió el 28 de abril de 2009, quince años después que él. Dejó escrito en una nota: “Nada de cruces. No morí en la paz de ningún señor. Cremar”. A su entierro solo fueron catorce personas. Y quizás un fantasma. Para reencontrarla, en el amor y en la guerra.

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