CULTURA

Akira Kurosawa el emperador del cine japonés

Treinta películas y los premios mayores de los festivales más prestigiosos del mundo avalan la celebridad de este director cuya vida provoca más que asombro.

Un hecho casi fortuito, ocurrido cuando rondaba los 40 años, causó un giro decisivo en su vida. En 1951, su película Rashomon triunfó en Cannes y le valió el León de Oro en el Festival de Venecia. De esa manera, Akira Kurosawa no solo abrió la puerta para que la cinematografía japonesa fuera conocida en Occidente, sino que hizo que el mundo entero esperara cada película suya con una avidez extrema. La variedad de su filmografía, el eclecticismo de su estilo y la profunda impronta ­poética de sus películas –expresada en la belleza, el poder y la precisión de sus imágenes– lo vuelven un ­creador único.

Llegó al cine completamente por azar, quería ser pintor, pero era joven y pobre. Nació el 23 de marzo de 1910 en Tokio, hijo de un egresado de la Academia Militar Imperial

–luego profesor de artes marciales en el liceo–, cuyos antecedentes familiares reunían samuráis hasta remontarse al siglo XI.

Kurosawa se acercó tempranamente a la pintura cuando contaba con poco más de diez años. Una influencia crucial en esta época fue la que ejerció sobre él su hermano mayor Heigo, cuyos intereses se repartían entre la novelística rusa y el cine en partes iguales. Kurosawa fue avanzando en su carrera, y al tiempo de cursar sus estudios superiores, se inscribió en la Escuela de Bellas Artes. No aprobó el ingreso. Apartándose de la exigencia de su padre, que reclamaba al menos una carrera académica, optó por una educación artística más informal y variada. Seguía interesado por la pintura, pero también por el teatro, la literatura, la música y el cine.

Hacia 1929, su hermano Heigo ya había encontrado una profesión, reseñando películas y oficiando de benshi, el narrador de cine mudo que en Japón se convertía en la verdadera estrella de cada función. Aquellos eran años turbulentos también en ese país. Kurosawa participaba activamente en la izquier­da política, y recorrió distintas agrupaciones. El cine también cambiaba dramáticamente. Se iba acabando el mudo, y Heigo perdió su trabajo; irreversiblemente deprimido, se suicidó en 1933. El hecho adquirió un sentido de trauma para Akira. Volvió a la casa paterna, dejó la pintura sospechando carecer de la capacidad necesaria, y se limitó a crear imágenes de función instrumental, ilustrando libros de cocina o revistas.

En 1936 se afirmó en el camino hacia el cine. Conoció a Kajiro Yamamoto, director de comedias de bajo presupuesto, quien lo contrató como asistente de dirección. Y aquí la confianza en el propio talento creció con la escritura de los primeros guiones, hasta convertirlo en director en 1943, con Sanshiro Sugata, un relato sobre los orígenes del judo a partir de una historia de maestro y discípulo, como las que abundarán en su obra.

El Kurosawa que fue descubierto en Occidente a partir de Rashomon ya era un cineasta con diez películas filmadas, cuya producción hasta ese momento se inclinaba a las películas de tema contemporáneo, con un repertorio estilístico que por mo­mentos se inspiraba en el cine americano o el europeo. Durante la época previa a la revelación de Rashomon se había permitido crear un puñado de películas memorables, entre ellas No añoro mi juventud (1946), Un domingo maravilloso (1947), El ángel ebrio (1948) y El perro rabioso (1949). Desde Rashomon hasta la reafirmación internacional con esa obra mayor, monumental e indiscutida que fue Los siete samuráis (1954), se permitió producir otras dos obras maestras, si bien ajenas al sonido del entrechocar de espadas: El idiota (1951), basada en Dostoievski, y Vivir (1952), algo así como las cumbres silenciosas desde las que puede contemplarse toda su carrera en el cine.

El último de los grandes

Es indiscutible que Kurosawa fue uno de los cineastas más influyentes desde los años 50. Bernardo Bertolucci dijo que “las películas de Kurosawa y La dolce vita de Fellini son las cosas que más motivan para convertirte en un director de cine”. Andréi Tarkovski señaló: “Veo Los siete samuráis antes de rodar una película”. En tanto que Ingmar ­Bergman confesó que su película El manantial de la doncella es “una pésima copia del cine de Kurosawa”.

Murió a la venerable edad de 88 años. Muchos lo despidieron refiriéndose a él como el último de los grandes directores.

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