cultura

Cuando Ingmar Bergman era mendigo

Por ser fiel a su vocación, el gran director de cine sueco conoció los rigores de la pobreza.

Ernst Ingmar Bergman era hijo de un pastor que tenía métodos personales de educación. En un sillón de cuero negro, ubicado en su despacho, se enteraba de los pecados cometidos por sus hijos, ­diariamente; y por las noches les leía, antes de que se durmieran, las visiones de Juan en la isla de Patmos, que ­componen el libro del Apocalipsis.

El pequeño Ingmar no podía dormir, ­evocando lo que acababa de serle ­revelado.

La inclinación que Ingmar sentía por el teatro provocó las iras del pastor ­Bergman. Ingmar abandonó su casa y, con el pelo largo hasta los hombros, deambulaba por el barrio viejo de Estocolmo, dormía en los umbrales o en escenarios de teatros vacíos por la noche. Contrajo una úlcera de estómago que lo conducía a una clínica todos los años. Ya entonces lanzaba furiosos reclamos divinos: “Quiero que Dios alargue su mano, que me descubra su rostro, que me hable”.

En 1952, cuando se proyectó en el Festival de Punta del Este, la película Juventud, divino tesoro, el público rioplatense descubrió a este genio del cine, mucho antes que los europeos, que recién lo consagrarían en el Festival de Cannes, en 1956.

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